Sostenía Ortega en 1927 que España era el único país europeo donde los intelectuales se ocupaban únicamente de la política más inmediata. Se quejaba el filósofo madrileño de que la inteligentzia de la época abordaba los asuntos más cotidianos, pero era incapaz de construir un discurso más allá de lo obvio. Los intelectuales, en este sentido, no eran más que simples opinadores carentes de orientación estratégica.
Unamuno , que era un personaje mucho más poliédrico que Ortega, clamaba por entonces, igualmente, contra la ausencia de debates verdaderamente intensos y hasta apasionados sobre la realidad del país. Hasta el punto de que suspiraba porque en España se produjera una división tan profunda como la que se registró en Francia por el caso Dreyfus , aquel escándalo que conmocionó a la sociedad francesa durante dos décadas.
Unamuno aseguraba que un país vivo era un país ideológicamente dividido, y no encontraba ninguna razón para justificar "eso de la unanimidad". En su opinión, mientras que la Francia del novecientos era un país con espesa opinión pública, España carecía de conciencia política colectiva. Y por eso, sostenía el escritor vasco, le daba lástima "un pueblo unánime, un hombre unánime".
Sin duda que Ortega y Unamuno despotricarían contra esta España uniforme incapaz de digerir de forma civilizada el debate ideológico. No para reabrir viejas heridas, sino para enriquecer el páramo intelectual en el que se mueve este país, en el que la indolencia, la inercia y las ideas trilladas han cincelado un panoramadesolador. Y esa imagen del Rey con los empresarios de cabecera refleja fielmente hasta qué punto este país ha recuperado sus viejos fantasmas.
Esa imagen, reproducida por algunos medios de comunicación a modo de ineludible remitido oficial, recuerda, sin lugar a dudas, a aquellos almuerzos mensuales que se celebraban en la sede histórica del Banco Central en los ochenta, y que reunía a los siete grandes banqueros para dejar bien claro a la opinión pública quién mandaba en el país. Antaño el anfitrión era AlfonsoEscámez , ahora Alierta , pero las columnas de la endogamia económica sigue en pié.
Un debate de fondo
España continúa siendo un barbecho intelectual y un coto privado en lo económico. Y es triste comprobar la ausencia de un verdadero debate de fondo sobre cómo salir de la crisis, más allá de los evidentes ajustes que requiere la economía.
Un país en el que un sujeto como el alcalde de Marinaleda y sus secuaces acaparan los medios de comunicación durante días y días tiene un problema. Pero lo tiene, sobre todo, cuando en medio de la desolación es incapaz de abrir una verdadera discusión sobre cómo crear puestos de trabajo. Desoyendo aquello que sugería Horacio en sus Epístolas, y que mucho más tarde popularizóKant en su célebre ensayo sobre la Ilustración, Sapere Aude : atrévete a pensar.
No es un asunto baladí. Las grandes naciones han salido adelante en momentos de zozobra y confusión gracias a catarsis colectivas que han encontrado luz donde antes había sólo sombra. Y como ha recordado el economista Howard Davies , durante muchos años director de la London School of Economics, hasta un personaje como George Soros ha costeado de manera generosa el Institute for New Economic Thinking , un foro de pensamiento creado para encontrar soluciones a la crisis. Incluso el Banco de Inglaterra también ha intentado estimular nuevas ideas. Como recuerda Davies, las actas de una conferencia que organizó en este mismo año se han editado bajo el provocador título de ¿Para qué sirve la economía?
Aquí, en España, rien de rien , que diría el clásico. Ni el Congreso de los Diputados -cuyo papel va mucho más allá que aprobar las leyes- ni institución oficial alguna ha abierto un verdadero foro de discusión sobre cómo salir de la crisis al margen de recurrentes cursillos veraniegos cuyas conclusiones se las traga el otoño.
¿Y qué decir de los partidos políticos, cuyos foros de pensamiento no son más que maquinarias de agitación y propaganda destinadas a sacar las vergüenzas de los adversarios? De la Universidad mejor no hablar, convertida en un engranaje perfecto para expedir títulos académicos al margen del sistema productivo.
Obsesionada con los recortes, a España se le ha olvidado cómo crear riqueza. Y entre los errores de bulto de Rajoy está, sin duda, el no haber sido capaz de poner al país detrás de él para liderar la renovación del sistema político y explorar un nuevo modelo de crecimiento. Simplemente en línea con lo que hicieron los dirigentes suecos en los primeros años 90, cuyas reformas fueron mucho más allá que poner los cimientos para una simple recuperación económica. Rajoy ni siquiera ha intentado -al menos por el momento- liderar un proyecto de reconstrucción nacional que necesariamente conlleva una amplia reforma constitucional y la identificación de objetivos a largo plazo ajenos a los cambios puntuales de Gobierno.
La mala política
Y no es que en España no haya pensadores con ideas propias. Ocurre, simplemente, que la política -o mejor dicho la mala política - lo inunda todo. Hasta el extremo de que la cultura es una simple extremidad del poder político y, naturalmente, de los imperios mediáticos, a quienes se les ha entregado gratia et amore una formidable y útil herramienta para hacer país, como es la televisión. Los favores oficiales y los dirigismos gubernamentales son incompatibles con el pensamiento crítico. Y un país sin cultura está despojado de la principal identidad de un pueblo.
La pobreza intelectual del país aflora, incluso, cuando se critica que algunos ministros discutan en público sobre un mismo asunto. Por ejemplo, sobre la reforma del sector energético, como si la regla de la unanimidad fuera de obligado cumplimiento. No hay nada más autoritario que un Consejo de Ministros en el que los asistentes obedecen sin rechistar . O un parlamento repleto de brazos de madera sólo para poder votar.
Esta incapacidad para debatir sobre los asuntos de mayor calado refleja, sin duda, siglos de intolerancia y fanatismo intelectual; pero, sobre todo, muestra la inexistencia de un espacio común de entendimiento capaz de crear un espíritu colectivo, a la manera del volksgeist alemán o del republicanismo francés surgido tras la revolución de 1789. O de la propia revolución americana , cuya estela aún se deja ver dos siglos después. Una nación es mucho más que una bandera o un territorio físico. Es una identidad cultural y un modelo de convivencia.
Hacer país es un gran proyecto político que necesita de todas las instituciones. Y es ridículo pensar que un Gobierno -por bienintencionado que sea- es capaz de sacar a la nación en solitario del pozo. Máxime cuando en la próxima década van a aflorar todos los nuevos problemas derivados de factores como el envejecimiento de la población, el desempleo de larga duración (con bajos salarios incapaces de financiar el sistema de protección social) y, por supuesto, con la consolidación de la globalización como un fenómeno imparable que genera nuevos actores en la actividad económica.
La historia ha demostrado que de las grandes conmociones -como la actual- sólo se sale con mayor integración social y con un esfuerzo común, pero desde la diversidad, lo que exige tolerancia y abrir las ventanas de par en par para que entren las ideas y salga tanta naftalina que atufa todavía los despachos oficiales. Sin sectarismos.