El paso de la niñez a la edad adulta es un ritual mimado en todas las culturas que destacan este hecho como imprescindible para la pervivencia de sus sociedades. Un niño deja de serlo en el momento en que adquiere responsabilidades con el colectivo a todos los niveles.
En Occidente, el progresivo alejamiento de la tradición antigua ha hecho que este rito de paso haya desaparecido en favor de la adquisición legal de derechos y responsabilidades. En el orden civil y penal el niño se convierte en adulto, y las distintas sociedades son el reflejo del desarrollo colectivo de sus individuos.
A pesar de disfrutar de una adultez civil y penal, los ciudadanos españoles se encuentran, políticamente hablando, en una etapa de adolescencia fastidiosa. No tenemos libertad política y empezamos a rebelarnos ante la autoridad pero sin tener muy claro por qué o para qué. Existe un consenso generalizado de que algunas cosas no nos gustan, pero no tenemos ni la más remota idea de cómo lograr modificarlas en nuestro provecho, y ante la falta de un horizonte definido aún parece más lejano cualquier tipo de consenso en el camino a seguir.
Esta inmadurez política lastra a la sociedad española en una adolescencia explosiva en la que fuerzas contrarias luchan en sentidos opuestos. Ansiamos la libertad pero hallamos confort en una tutela política que nos alivia de un trabajo desagradecido propio de las personas adultas.
Nuestros tutores no van a mover un solo dedo por nosotros en ese sentido, ni tienen ningún interés en nuestra maduración pues nuestro paso a la edad adulta significa por propia definición, la desaparición de ellos mismos: van a utilizar todas las herramientas a su alcance para impedirlo, y esas herramientas son muchas.
La característica que marca el estado de adultez política es la responsabilidad, y esa responsabilidad viene determinada por parte del ciudadano no solamente en el hecho de votar una vez, sino en ser poseedor del poder político de forma continuada e ininterrumpida.
En España un ciudadano después de emitir el voto no tiene modo de actuar políticamente más que esperar otros cuatro años a que se repitan las elecciones o bien salir a la calle a ponerse detrás de una pancarta. Se dejan manos libres al representante político para hacer y deshacer a su antojo, incluso traicionando flagrantemente su propio programa electoral, sin que existan herramientas de control del representante por parte del representado.
Sin estas herramientas, como son la figura de revocación de cargo electo presentes en otros países, o la posibilidad de convocar referendos vinculantes, el ciudadano español no es libre ni adulto políticamente, quedando reducido a menor de edad bajo la tutela de una oligarquía captadora de rentas que se está dando una fiesta a nuestra costa delante de nuestras narices.
Hace unos meses vimos como los ciudadanos suizos habían votado en referendo en contra de otorgarse más vacaciones, y muchos pensaron que ese tipo de actitudes políticas sería imposible de ver en España.
Esa actitud suiza no viene de una genética particular sino que es fruto de una madurez característica de la adultez política.
Esta etapa de madurez política solo puede ser conquistada tratando a los ciudadanos como adultos, otorgándoles derechos y responsabilidades, facilitándoles herramientas de control como las mencionadas, y en definitiva, hacer sentir a los ciudadanos sus instituciones como propias.
Así, y solo así, los ciudadanos españoles un día podrán tomar decisiones como adultos, sin más tutelas que la propia decisión soberana que será inembargable e ilimitada, y esta actitud libre y responsable a nivel político tendrá reflejo inevitablemente en todos los demás ordenes sociales; puede que de este modo el ejemplo suizo no lo veamos como algo tan extraordinario o inalcanzable, sino como una consecuencia lógica de la libertad y la responsabilidad política.
Luis Prado