Cuando el lunes la expresión «declaración institucional» se abrió paso entre las interferencias de la ducha pensé: tate, esto es que al fin en el PP han captado el mensaje de las urnas, los barones se han dado cuenta de que no pueden mantener a un señor que envió un SMS de apoyo a su tesorero dos días después de que se descubriera su fortuna oculta en Suiza y Don Juan Carlos va a comunicar que Rajoy le ha presentado la dimisión. Pero claro, eso habría ocurrido en el Reino Unido, Francia, Estados Unidos o Alemania. En España fue Rajoy quien comunicó la dimisión del Rey.
Dimisión, sí. ¿Cómo denominar si no la primera abdicación desde la retirada de Carlos V a Yuste, que no ha obedecido a una causa de fuerza mayor, como la coacción política -Carlos IV, Isabel II, Alfonso XIII- o la enfermedad mental -Felipe V-, sino a la decisión voluntaria de un monarca 12 años más joven que la reina de Inglaterra que, tras sus cirugías de cadera, ejercía satisfactoriamente sus funciones representativas?
De hecho, la biógrafa de Isabel II, la estupenda historiadora Isabel Burdiel, también utilizó el otro día esa palabra, aunque en sentido positivo: «Hemos conseguido impregnar la monarquía de usos democráticos. Cuando se considera que se ha acabado una labor, se dimite y se da paso a alguien que lo pueda hacer mejor». Más o menos como Griñán con Susana Díaz.
Nadie puede asegurar a ciencia cierta ni cuáles han sido las razones profundas del Rey ni por qué ha ocurrido ahora. Cuantas especulaciones circulan con algún fundamento -desde la caída de popularidad en las encuestas hasta el deseo de compartir los últimos años de su vida con quien se autodefinió en este periódico como su «amiga entrañable», pasando por el resultado del 25-M y el inminente cambio en la dirección del PSOE- son desde luego más propias del paso atrás de un político que ejerce una labor contingente en un marco de pluralismo y mediante mandatos acotados, que de la marcha de un monarca llamado a simbolizar la unidad y valores de la Nación de forma vitalicia.
Ante quien ha querido escucharme he corroborado la opinión que ya expresé en algunas de mis últimas Cartas del Director: «De cuantas decisiones ha tomado el Rey a lo largo de sus 39 años en el Trono, ésta es la que menos me ha gustado». En primer lugar, porque no es un final adecuado para un reinado que con sus aciertos y errores compendia la etapa de la Historia contemporánea de la que más orgullosos podemos sentirnos los españoles. Y en segundo lugar, porque introduce un precedente de incertidumbre en el funcionamiento de una institución regida por el piloto automático de la continuidad.
No soy monárquico, pero entiendo las ventajas de blindar la Jefatura del Estado frente a los embates de la coyuntura. Caen y llegan los gobiernos, cambian las políticas, el rey continúa hasta la muerte o la incapacidad. Es lo permanente, lo que siempre está ahí, el jarrón inamovible que identifica al escenario suceda lo que suceda. «Sous le pont Mirabeau coule la Seine... Les jours s'en vont, je demeure».
Al margen de que lo de «o abdicaba ahora o tenía que esperar dos años» sea propio de un piloto de línea aérea buscando slot para el despegue, si el titular de la Corona puede aparecer una mañana en televisión y anunciar, por cálculo o cansancio, «he decidido poner fin a mi reinado» cuando considere que es el momento táctico apropiado, ¿qué diferencia a la monarquía de la república sino el más irracional de sus ingredientes, esto es, la transmisión de la herencia de padres a hijos como si la Nación fuera una finca? Siento avalar el símil de Homs, pero sólo en la empresa familiar el patriarca decide caprichosamente cuándo ha llegado el momento de dar paso a la «nueva generación». Si el rey es un hombre como los demás, con derecho a jubilarse, elijamos para representarnos al que mejor nos parezca durante un tiempo tasado para que ni él se canse en exceso ni nosotros nos aburramos de verle.
Soy consciente de hasta qué punto escribo contracorriente en un entorno mediático que de pronto ha encontrado sentido institucional a la consagración de la primavera en El Corte Inglés. De hecho, el tercer gran problema que crea esta dimisión del Rey es cómo embalsamarle en vida sin competir en los paradójicos juegos florales en los que tantos y tan brillantes colegas entonan sus oraciones fúnebres con plena conciencia de que, cual Tom Sawyer hecho abuelo, el finado les observa chispeante desde el coro de la iglesia.
En mi caso tendría tanto que decir sobre Juan Carlos de Borbón y Borbón, sobre el Rey Sol y el selenita humano que he conocido a veces tan de cerca como para sufrir quemaduras de segundo grado, que no encuentro mejor fórmula que tomar prestadas 10 certeras apreciaciones de un eximio escritor cuya autoridad nadie discute. Vayamos con ellas:
1ª) «Sabía todas las lenguas de Europa y, lo que es más raro, hablaba los lenguajes de todos los intereses... Sencillo, reposado y fuerte, con poca sensibilidad para las letras, era un atractivo conversador, un hombre de Estado desengañado, frío por dentro. Estaba dominado por el interés inmediato y se movía siempre a favor del viento, incapaz ni de rencor ni de gratitud».
2ª) «Era expansivo, a veces imprudente en esas expansiones tan suyas, pero maravillosamente hábil en la imprudencia. Era fértil en recursos, en caras y en máscaras».
3ª) «Era innegable que quería a su país pero prefería a su familia».
4ª) «Valoraba más el dominio que la autoridad y más la autoridad que la dignidad, en una disposición de ánimo funesta porque todo lo encarrilaba hacia el éxito, admitía la astucia y no repudiaba la bajeza. Pero resultaba en cambio provechosa porque protegía a la política de los choques violentos, al Estado de las fracturas y a la sociedad de las catástrofes».
5ª) «Disfrazaba la voluntad como influencia para que le obedecieran más por avenencia que por ser el Rey».
6ª) «No hacía mucho caso a las inteligencias pero era entendido en hombres. Es decir, necesitaba ver para juzgar. Tenía sentido común pronto y penetrante, sabiduría práctica, palabra fácil y memoria prodigiosa».
7ª) «Recurría continuamente a esa memoria. Conocía los hechos, los detalles, las fechas, los nombres propios; pero desconocía las tendencias, las pasiones, los diversos caracteres de las muchedumbres, las aspiraciones internas, las corrientes invisibles de las conciencias».
8ª) «Destacaba en el arte de convertir la pequeñez de las realidades en un obstáculo para la inmensidad de las ideas».
9ª) «Ocupará un lugar entre los hombres eminentes de su siglo y se contaría en las filas de los estadistas más ilustres de la Historia si hubiese tenido algo más de amor a la gloria y hubiera contado con un sentimiento de la grandeza tan desarrollado como el de la utilidad».
10ª) «Tenía ese don: el encanto».
Todas estas pinceladas salieron de la paleta de Victor Hugo para conformar, en el Capítulo Tercero del Libro Primero de la Cuarta Parte de Los Miserables, el retrato del campechano Luis Felipe de Orleans, último rey de Francia, curtido como Don Juan Carlos en la dureza del exilio, en la disciplina de la milicia y en el instinto de supervivencia y necesidad de disimulo que implicaba la cohabitación con el Viejo Régimen. Luis Felipe accedió también al Trono tras un espasmo involucionista, encarnando al mismo tiempo la continuidad y la ruptura. La llamada «Monarquía de Julio» -por el mes del alzamiento que le dio la corona- supuso la quiebra de la línea de sucesión dinástica, pero también la supervivencia de la institución y se basó muy pronto en la legitimidad de ejercicio que fue adquiriendo un monarca, austero en sus gastos, que desmanteló la Corte y se hizo accesible al pueblo paseando por los jardines de las Tullerías con un característico paraguas.
Como el reinado de Don Juan Carlos, el de Luis Felipe supuso una explosión de las libertades públicas y de la prensa crítica, incluido el arte de la caricatura. La genuina mandíbula borbónica del rey se fue ensanchando con la edad y el tan brillante como malévolo dibujante Horace Daumier comenzó a representarle con la forma de una pera, generosa en la papada, estrecha en el lugar que compartían la corona y el cerebro. La sátira cundió por doquier y pronto hizo fortuna la idea de que el rey «era la pera».
Su reinado evolucionó de más a menos, quedando sepultado al final por la escalada del descontento y las protestas engendradas por una dura crisis económica y la incompetencia de los sucesivos gobiernos al hacerle frente. El monarca trató de dar respuesta al sentimiento de la calle abdicando en su heredero, el príncipe Felipe, pero ya era demasiado tarde y las barricadas convirtieron lo que La Fayette había definido como una «Monarquía republicana» directamente en una República. Por eso Victor Hugo, tras haber mantenido una actitud de apoyo crítico al monarca, resumió su papel histórico alegando que «Luis Felipe fue la transición reinante».
En español no cabe el equívoco y desde que los viajeros que visitaban Constantinopla volvían admirados por el esplendor del distrito comercial de Pera, asimilar a alguien con la fruta de igual nombre sólo tiene connotaciones positivas. Así que si Luis Felipe fue la pera, bien podemos decir -en base al decálogo antecedente- que Juan Carlos ha sido la pera limonera, manjar dulce y autodisolvente donde los haya.
Pero hay un punto clave que trunca el paralelismo. Aquel príncipe Felipe que no llegó a reinar no era el hijo sino el nieto del monarca y todos los historiadores coinciden en que la suerte de la dinastía hubiera sido muy otra si Fernando, duque de Orleans, el heredero mejor preparado para reinar de la Historia de Francia, respetado por intelectuales y artistas, no hubiera fallecido en un absurdo accidente de su carruaje cuando tenía 32 años.
Sólo el tiempo dirá, pues, cuál es el sentido histórico profundo de un largo reinado de transición como el de Juan Carlos, que comenzó con una anomalía y concluye con otra. No estaría de más en todo caso que, para saber a qué atenernos, el Príncipe Felipe aclarara si su matrimonio -me refiero al que el día 19 contraerá con la Nación- es para toda la vida o sólo hasta que las encuestas nos separen.