Te ingresaron hace siete días justos. Una larga semana en la que has sido objeto de análisis de todo tipo, exámenes médicos y atenciones clínicas y personales. Algunas las puedes identificar, sabes en qué consisten. Otras, no. A pesar del tiempo que llevas recluido aquí, todavía no logras reconstruir en tu cabeza, en tu percepción, todo lo ocurrido desde que te trajeron a Urgencias en aquella ambulancia que corría sin que tú comprendieras a dónde, arrastrando el aullido de una sirena que llegaba lejana, amortiguada, hasta tu confuso pensamiento. En realidad, la mayor parte de la primera noche y el primer día lo pasaste en estado comatoso. Sólo más tarde, mediante el relato de los médicos y enfermeros que te atienden, has podido recomponer la peripecia completa. La aventura, tú, que nunca buscaste otras emociones que las del cine y la tele. Quién lo hubiera supuesto, ¿verdad, amigo mío? Quién diablos lo iba a imaginar.
Lo que te asombra, y así me lo dices, no es que en esta estrofa de la copla, que pudiste no cantar nunca, aún sigas vivo y cuerdo -o como se llame tu estado habitual- pese a haber sufrido una tensión superior a 200, un edema cerebral y haber echado hasta los higadillos, aunque a quienes te atendieron cuando estabas medio en el otro barrio no fueras capaz de decirles más que te dolía mucho la cabeza. Lo que de verdad te estremece, y te admira, y te deja patedefuá, es la naturalidad con que toda la cadena que te mantuvo sujeto a la vida, médicos, enfermeros, auxiliares, celadores, te ha ido contando, a trocitos y sin darle importancia, cómo sucedió todo y cómo fueron procediendo. Cómo te aplicaron, unos y otros, los protocolos establecidos, y también las iniciativas específicas, las variantes que tu estado crítico reclamaba. Y todo eso, sin arrogarse méritos; sin reprimendas paternalistas ni pedirte aplausos. Sin primeros planos, cámaras lentas ni musiquitas de fondo. Te hicieron pensar, me cuentas, en soldados que emplearan el tiempo justo para darte su informe antes de partir, profesionales y eficaces, rumbo a su siguiente misión. Por eso dices, al recordarlo para mí, que si hay que tener fe en alguien, hay que tenerla en esa gente abnegada, valiente y dispuesta a todo. Amante de su oficio. Apegada a su digna vocación.
Esta mañana, una médico de ojos fatigados aportó los últimos detalles a tu reconstrucción del primer día en el hospital. «Menos mal que te cogimos a tiempo», dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba, sin esperar tu sonrisa o tu agradecimiento. Y así, con la misma naturalidad con que cualquiera se felicitaría por haberse acordado de apagar la luz antes de salir de casa, resumía el hecho de haberte salvado la vida: Menos mal. Que te cogimos. A tiempo. Pero tú, acostado en tu cama y mirando la puerta por la que se fue, sabes que eso no es exacto. Que está incompleto, y que puedes mejorarlo diciendo: no, menos mal que sois los mejores. Menos mal que aún existe una Sanidad en España donde no te piden el número de la cuenta corriente antes de meterte en Urgencias. Menos mal que en mitad de tanto cinismo, hipocresía y poca vergüenza, esos políticos oportunistas y corruptos no han logrado todavía unir la Sanidad a su larga lista de expolios en beneficio de compadres, ex ministros, banqueros y ejecutivos de empresas multimillonarias. Y menos mal que en esta semana he aprendido algo: el día en que esa infame pandilla decida llevárselo todo de golpe, y vaya a por la Sanidad Pública sin escrúpulos y sin disimulo, habrá llegado el momento de saldar mi deuda. De situarme al lado de los hospitales o de los bancos, de los hombres buenos o de los canallas, de los héroes con ojos de fatiga o de los miserables sicarios. Y entonces se sabrá la verdad de lo que soy. La verdad de lo que somos.